En las últimas dos décadas, Rusia invirtió en el desarrollo de misiles balísticos intercontinentales (ICBM), misiles de crucero y armas hipersónicas para mantener la paridad estratégica y reforzar su capacidad de segundo ataque. Entre los más destacados se encuentran:
RS-28 Sarmat (“Satán II”), un ICBM superpesado con alcance global y capacidad para portar múltiples ojivas nucleares independientes (MIRV).
R-30 Bulava, misil balístico lanzado desde submarinos (SLBM), columna vertebral de la flota Borei.
Kh-47M2 Kinzhal, misil hipersónico aire-tierra capaz de alcanzar velocidades de hasta Mach 10, ya empleado en el conflicto en Ucrania.
3M22 Zircon, un misil hipersónico antibuque de crucero que viaja a Mach 8 y con alcance de hasta 1.000 km.
Iskander (9M723), misil táctico de corto alcance con gran precisión y despliegue rápido.
La combinación de alcance intercontinental, velocidad hipersónica y movilidad táctica convierte a este arsenal en un desafío directo a los sistemas de defensa de Occidente. Washington y sus aliados ven en estas armas una amenaza que rompe el equilibrio estratégico global, mientras Moscú las presenta como un recurso “defensivo” ante la presión de Estados Unidos, la OTAN y sus alianzas en Europa del Este y Asia.
La incorporación de tecnología MIRV, sistemas hipersónicos y plataformas móviles refuerza la capacidad rusa para sortear defensas y garantizar su poder de disuasión. En este contexto, los misiles rusos se mantienen como un eje central en la geopolítica del siglo XXI y en cualquier futuro acuerdo sobre control de armas.